martes, agosto 14, 2007

nacer

No todas las historias tienen un principio y un final. Esta historia es la historia de un principio. La historia que marca el comienzo.

Trascurre en un lugar paradisíaco. Arena, mar, y un bosque frondoso. Abundancia de todo era lo que lo caracterizaba. Todo estaba ahí para ser tomado, para ser disfrutado. No existía pena, no exitistia olvido, era un lugar sin tiempo.

Allí Vivian ellos, dos seres, uno nacido del otro. Dos seres únicos que encajaban a la perfección. El vientre de uno podía unirse con el del otro y así lograr la creación eterna. Ellos todo lo poseían, la calma, la paz, la abundancia, la pureza.

Ellos poseían todo lo que cualquiera podía desear, sin embargo sabían que quien se los proveía era un viejo que vivía en la montaña mas alta, un ser que tenía la capacidad de verlo y saberlo todo. Y así vivieron, pero la sensación de conocer, la sensación de ir mas allá los tentaba de sol a sol. Esto se debía a una prohibición impuesta por el viejo sabio. Este hombre gustaba mucho de las fresas, y el bosque contaba con un solo árbol que daba este fruto. El viejo les tenía prohibido tomar las fresas. Y si bien ellos conocían sabor y aroma de todos los otros frutos del bosque, desconocían el de esta diminuta fruta.

El color rosado, la forma atractiva, y esas pintitas los atraían cada día más. Sabían que el viejo todo lo veía, y suponían un gran enojo por parte de el en caso de osar rebatir su palabra. Sin embargo, la tentación, la adrenalina, de quebrar las reglas pudo más, y ella, tomo la fresa.

Con este pequeño fruto entre las yemas de sus dedos, ella sintió el placer de lo prohibido. Sintió que todo su cuerpo se encendía, y al olerla el fuego se avivo. La sed de conocer, la sed de traspasar el muro de lo permitido hizo que su boca empezara a salivar. Que todo su cuerpo se centrara en el deseo, en la pasión, y se cegó ante los limites, abrió su boca, cerro los ojos, y con toda la adrenalina que recorría su cuerpo la devoró.

Todo su cuerpo se lleno de sensaciones, estuvo largo tiempo disfrutándola, exprimiéndola, amándola, hasta que la tragó.

Ella digiere el fruto y crea el nuevo mundo.

Hoy, de vez en cuando, al tomar una fresa, recuerdo esta historia.

Ya no pertenezco al paraíso, porque tuve que crear mi mundo, uno imperfecto, uno real, pero en el cual tengo total y absoluta libertad, donde no existe aquel ojo que todo lo ve.

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