miércoles, marzo 11, 2009

Para tratar la “histeria de conversación” por Javier Aramburu

La sociedad posmoderna, la sociedad de la hiperrealidad, pareciera no encontrarle utilidad a la histeria. En Estados Unidos, paradigma de las sociedades posmodernas, las neurosis han desaparecido de los cuadros de asistencia del seguro social. Hay un intento médico por borrar las neurosis, que aparecen como un rasgo de antigüedad, como resto de la sociedad victoriana. Se piensa que el psicoanálisis en general, y la histeria en particular, correspondieron a una etapa de cambio entre la etapa victoriana y la modernidad, a la crisis de una sociedad muy represora.
Se intenta vender la idea de que, hoy por hoy, todo lo que el sujeto desea lo puede lograr: podemos ser todos bellos, cirugía mediante. Podemos elegir hasta nuestro sexo, podríamos planificar la descendencia. Sexo libre, sin diferencias, con simulacros de encuentros. Todo puede estar pautado, elegido, contratado para un servicio sin fallas, sin misterios, sin angustias, es decir, sin amor.
Si antes los ideales llevaban la marca de la represión, la sociedad liberal nos empuja a la libertad. Todo está permitido, y este ideal consumista acompaña la caducidad de los objetos, la superproductividad. A esta forma de producción capitalista a escala total le corresponde un tipo de discurso en el que necesariamente debe predominar el espectáculo de la mercancía; todo se muestra, todo se dice, la sociedad del espectáculo se propone transparente.
El objeto privilegiado en esta sociedad no puede ser más que el ojo. La mirada es el signo del tiempo de la mercancía. El tiempo actual, el tiempo inmediato, no da lugar al tiempo de hacerse al ser que supone la transferencia. Y la evanescencia, la velocidad en que se modifican los objetos, esta vacuidad del objeto se la intenta compensar con una presencia constante y continua. Saturar por presencia. El yo debe ver viéndose todo el tiempo en un simulacro de totalidad transparente.
Efectivamente, el narcisismo ha llegado a su forma más desarrollada en tanto se postula un dominio por el ver, forma en que predominan los objetos en el mundo del espectáculo: poseerlos sin disolverse en ellos. Se postula un sujeto sin identidad, esto es, sin deseo. Porque el deseo es la marca de la subjetividad y por lo tanto da cierta identidad. Sin deseo, el sujeto es sólo reflejo de sus propios objetos.
Esta proliferación, esta rotación de los objetos necesita una ideología que haga creer que el yo es efectivamente el amo de estos cambios; su fortaleza, su continuidad, su indestructibilidad, deben ser exacerbadas. De este modo proliferan las técnicas de control y de dominio. Se procura un “yo” que esté a la altura de dominar los objetos, de gozarlos sin flaquear.
Si el cuerpo de la histérica habla mediante sus sufrimientos, sus síntomas, sus conversiones, por no poder decir su sexualidad, por no poder decir su singularidad de sujeto y mostrar su condición de deseante, hoy el cuerpo debe ser reforzado, no tener fisuras; no es necesario que sea, sólo que lo veamos: y hoy una manera de tratar las conversiones histéricas es modificar el cuerpo. Hay todo un sistema de terapias reparadoras, transplantes, cirugías, gimnasias, regímenes, para tratar la conversión mediante la modificación del cuerpo.
Igualmente, ciertas pequeñas conversiones continúan teniendo características tradicionales: ciertos trastornos en las mujeres, por ejemplo con relación a las partes corporales ligadas a la sexualidad. Y se los trata médicamente, la pretensión es volver a la eficacia médica. La cuestión es si, como analistas, estamos posicionados respecto de esta posmodernidad con la autoridad suficiente para que las demandas de ese malestar se dirijan a nosotros.
No se puede decir hoy que el deseo no siga siendo deseo insatisfecho, y ésa es la definición de la histeria. El deseo insatisfecho está más allá de que haya prohibiciones o permisos porque no se funda en la prohibición, sino en lo imposible de lo real. Es cierto que la sociedad posmoderna crea otras enfermedades, o las actualiza y las ubica como ese real. Hay más consultas por fenómenos psicosomáticos, por drogadicción, bulimias y anorexias. Hay violencias maníacas, ataques de pánico, de angustia, sintomatología fóbica y depresiones. Pero para cada uno de estos cuadros hay que preguntarse desde el principio qué hay en él de las neurosis.
El sujeto moderno está tan dividido, tan en conflicto con él mismo como la histeria, que no es menos víctima del Otro que de ella misma. Esto ya lo sabemos desde Dora, cuando Freud le dijo: “¿Qué tenés que ver vos con todo esto?”. Ustedes recuerdan: si bien el malestar en la cultura puede hallarse en las huelgas, en las luchas obreras, no es allí donde Freud lo escuchó: al malestar, el psicoanálisis lo escuchó en la queja histérica, en la feminidad; Freud escuchaba el malestar en la cultura desde su posición de analista.
El problema es que la sociedad posmoderna, que ha creado sus propias enfermedades, al mismo tiempo pretende ser quien las cura. La sociedad posmoderna ha hecho del espectáculo el lugar al cual uno debe acudir a quejarse, a manifestar su malestar. La sociedad pone el malestar en pantalla para convertirlo en mercancía; lo recupera, lo hace visible, lo hace hablar, simula escucharlo, le da cabida: es el reality show.
Entonces, no es que no haya ideales, sólo que están diluidos, son anónimos. El marco mismo de la TV es el que nos ve. Nos vemos ahora quizás no desde el padre, el tío, el abuelo, sino desde la pantalla vacía del televisor. Desde allí nos mira el ideal. La TV no requiere la violencia totalitaria: totaliza, universaliza sin necesidad de golpearnos tanto, su eficacia está en la seducción. Pasa desapercibida, se muestra hasta amorosa, nos mira con simpatía, como clientes buenos, nos arrulla con imágenes adormecedoras porque aun la violencia que nos presenta es adormecedora. Todos los infortunios que nos puede mostrar impiden una solidaridad activa porque nos reducen a una compasión autística. Podemos gozar del horror pasivamente.
Una sociedad autoerótica, satisfecha en el deseo de dormir: esto marcha bien en tanto marcha. La sociedad intenta establecer un equilibrio entre el goce al cual está empujado el sujeto por el consumo y el narcisismo que tiende a equilibrar ese goce, ese plus de goce. Hay un empuje al goce y un intento homeostático de controlarlo.
Por eso las toxicomanías tienen un sentido completamente diferente del que tenían a principios de siglo. Están al servicio de la técnica, de la incorporación del sujeto al sistema de la eficacia productiva. No es problema el drogadicto ejecutivo que puede pagar su droga, o el ama de casa que toma antidepresivos y puede seguir llevando el chico al jardín o acompañar al marido a las comidas de trabajo. Las adicciones son un problema social cuando el yo se descontrola y pierde el dominio de sus objetos: aparece entonces el exceso, el “reventado” toxicómano; la homeostasis del mercado se ha roto y debe intervenir la fuerza social reparadora. Cuando sobreviene el toxicómano “reventado”, la sociedad se encuentra con el síntoma.
La depresión y la angustia parecen ser las manifestaciones de fondo sobre las que se asientan las formas del remedio equivocado. El intento de curar la enfermedad del deseo por el consumo de objetos, al sobrepasarse a sí mismo crea sus propias enfermedades.
El fracaso tiene dos formas claras: la angustia y la depresión como formas masivas de pérdida de control del yo. La depresión marca la saturación del deseo, el aburrimiento, la tristeza, la sobreadaptación, el hastío, el sin sentido, la falla de la seducción de la mercancía porexceso. La depresión es la falla del sujeto que ha cedido su deseo para ser como todos, para adaptarse, para ser visto como amable por el Otro del mercado. La angustia es la evidencia para el yo de que ha perdido el control sobre sus objetos: no los domina sino que los objetos lo dominan a él, lo deshacen, lo reducen a un cuerpo sin recursos. Es la evidencia de que el deseo del Otro no puede ser controlado por el yo, saciado de imágenes.
Pero hay otros efectos mucho más inquietantes como la exacerbación de la violencia social, del goce mortífero. Hallamos un intento de la pulsión de satisfacerse en el yo mismo, considerado como objeto valioso. Es decir que el deseo del Otro aparece cada vez más sin límites, acercándose al goce mortal.
En cuanto a la histeria, podríamos decir que hoy, más que de conversión, es de conversación. Pero la histeria no se cura sólo porque hable: hace falta una escucha que le permita tocar lo real de la causa. Más conversación no cura, sólo hace una histeria interminable.
¿Dónde está la histeria hoy, además de estar en todas partes? Está en la disolución de los vínculos familiares, que ha dado nuevas formas de falta: “faltan hombres”, hay fallas en los maridos, no andan, se separan, pueden intentar la cura por la separación. La sociedad le propone a ella que se divorcie de ese marido que falla y con la separación adviene otro casamiento y otro. Falta de padre, de madre, de amor, es la denuncia de todos los días. Hay denuncias también de malos tratos, de violaciones, de acoso sexual, todos los desórdenes de la vida amorosa siguen siendo histeria. El problema es que se trata de acallarla haciéndola hablar. O, también, por la medicación.
No es que debamos oponernos: no se trata de hacer la nostalgia reivindicativa de un pasado precientífico. Y no estamos a favor del malestar histérico, no lo promovemos. El malestar histérico es un efecto de la estructura, de la castración. Nosotros oímos el malestar para curarlo, no para sumarnos al malestar, no para sostener la histeria en su malestar. Y no porque queramos defender al amo de la irritación que le produce la histeria, sino porque la histeria es víctima de ella misma. Es víctima del malestar que denuncia.
La cuestión no es tanto qué quiere una mujer, en el sentido de que el Otro paterno, el Otro simbólico le diga cómo puede ser. Hoy la mujer puede ser como ella quiera ser, separada, casada, con hijos, sin hijos, con hijos de probeta, con hijos de amor, con hijos de goce, profesional, no profesional, todas las posibilidades están dadas: entonces, la pregunta toma esta forma: puedo ser lo que quiero, pero ¿deseo lo que quiero?
La pregunta sigue siendo por el deseo. Y ahí está la división del sujeto. El inconsciente no es sólo un problema de ideales rígidos. No es por medio del permiso, del “haz lo que quieras”, como el problema se soluciona. Mucho menos, con el exceso de consumo. El problema es que los sujetos siguen sin encontrarse. Su deseo sigue siendo insatisfecho y entonces insiste la pregunta por ese deseo: ¿qué desea verdaderamente el sujeto, más allá de lo que el otro le propone que puede desear? Quizás hoy la pregunta de una mujer no sea directamente cómo ser una mujer porque, bueno, sé como quieras. La pregunta es: ¿cómo deseas tú? Tu deseo, ¿qué forma da a ese ser mujer?

* Psicoanalista. Presidió la Escuela de Orientación Lacaniana (EOL) hasta poco antes de su muerte. Texto extractado de un trabajo que integrará el libro en preparación El deseo del analista (Editorial Tres Haches).

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